Por Cesáreo Silvestre Peguero
Además de haber sido siete veces presidente de la República, el doctor Joaquín Balaguer, figura emblemática del poder, supo conjugar el rigor de la política con la sensibilidad de un alma poética. Aquel hombre que gobernó con pulso de hierro y verbo de seda, dejó también trazos de ternura en las letras de canciones que, en forma de merengues o baladas, encontraron eco en voces que sabían del alma y sus quiebres.
Alex Bueno, Camboy Estévez, Cheo Zorrilla, Anthony Ríos, Fernando Echavarría, Lope Balaguer, Fernando Casado, Omar Franco y, sobre todo, Fernando Villalona, fueron intérpretes de melodías nacidas no desde la estrategia de un político, sino desde la entraña lírica de un hombre que supo, en el silencio de sus noches, acariciar al pueblo con versos.

La historia entre ambos no comenzó con la fama ni se cimentó en el poder. Empezó cuando la vida aún olía a tierra mojada y juegos de infancia. Balaguer visitó la humilde casa de los Villalona en Loma de Cabrera, cargó al pequeño Fernandito y, como quien intuye un destino brillante, le regaló una bicicleta. Fue un acto sencillo que selló un vínculo inexplicable, más fuerte que cualquier discurso.
La familia Villalona tenía cercanía política. Don Ángel, su padre, fue síndico reformista en los años 70. Y años después, el mismo Fernando se postuló para senador de Dajabón, como queriendo devolverle al afecto político una ofrenda de gratitud.
En 1976, Fernandito viajó en una guagua desvencijada desde su Loma querida hasta la capital, junto a su hermano Martín. El motivo: asistir al acto de los diez años del gobierno de Balaguer. No fue convocado ni honrado con galas. Fue por afecto. Por convicción. Como quien acude al cumpleaños de un viejo amigo que le marcó la infancia. Esa escena, más que cualquier fotografía oficial, revela el alma de una conexión genuina.
Pero no todo fue luz. En una ocasión fue apresado por supuesta posesión de drogas, en plena huelga judicial. El proceso prometía prolongarse, pero Balaguer, en una mezcla de afecto y autoridad, ordenó su liberación inmediata. Corrió el rumor de que no era droga, sino "cilantrico". Y aunque el dato parezca folclórico, lo cierto es que ese mismo día, Fernando se presentó en el Show del Mediodía con el uniforme carcelario aún puesto. No lo detuvo ni la vergüenza ni el qué dirán. Subió a cantar como quien no renuncia a su voz, aunque el alma tiemble y el juicio sea nublado.
Este relato, más que una anécdota entre un presidente y un cantante, es un espejo del alma dominicana, donde lo solemne y lo popular se dan la mano, donde la política puede aún tener rostro humano y donde el arte es, muchas veces, el idioma más profundo del pueblo.
Invita a reflexionar…
En esta época donde el poder se mide en cifras y el arte se adorna de artificio, la relación entre Balaguer y Villalona nos recuerda que la patria también se construye con afecto, que liderar es saber escuchar una canción, y que el periodista el cronista del alma social debe escribir menos con el prejuicio y más con la verdad que brota del corazón del pueblo.
A nosotros, los que narramos la historia, esta escena nos convoca. Que no olvidemos lo esencial. Que no renunciemos a lo auténtico. Que sepamos ver en lo cotidiano un símbolo mayor.
El país aún necesita líderes que escuchen su canto, artistas que honren su raíz, y periodistas que escriban con propósito… no por conveniencia, sino por vocación.
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