Por Cesáreo Silvestre Peguero
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Siempre habrá tormentas, como olas que no se rinden.Pero la vida no se trata de huir del mar, sino de aprender a danzar sobre sus aguas agitadas,
y sonreír entre sombras mientras se filtra la luz. El porvenir no es adivinanza ni decreto…
es un templo levantado día a día, con los hábitos humildes que repites en secreto.
No somos lo que deseamos con los ojos cerrados, somos lo que forjamos con los actos constantes.
En este mundo que muda como viento en los árboles, solo dos cosas obedecen tu mando: el empeño que entregas y la actitud con que amaneces.
Todo lo demás… es brisa pasajera. No esperes una señal para empezar: empieza.
Camina, tropieza, levántate, y ya en movimiento, aprende a avanzar con sabiduría.
La felicidad no grita ni se viste de gala, no es una risa vacía ni un lujo encerrado tras vitrinas.
La verdadera dicha brota de un propósito eterno: saber que tu vida tiene raíz, que tu paso deja fruto más allá del placer fugaz.
La vida se vuelve áspera cuando exiges del mundo lo que tú aún no das. Pero si elevas tus principios y disminuyes tus expectativas,
la existencia se vuelve más liviana, y tú… más firme. La mitad de tus tormentas no descienden del cielo, nacen en tu mente, enredada en hilos que no eran cadenas.
No todo es tan grave como lo imaginas. No persigas fórmulas ocultas
cuando lo que necesitas es fidelidad al bien. La repetición humilde es el taller del crecimiento.
Haz lo correcto una y otra vez, aunque no haya aplausos, aunque el mundo mire hacia otro lado.
No cedas tu timón a la opinión ajena, al oro que se oxida,
ni a las heridas no sanadas. Tu alma es más libre
de lo que el dolor te ha hecho creer.
En cada piedra, en cada tropiezo o pérdida, se esconde una semilla de revelación. Afina tu mirada para verla, y tu quebranto será maestro.
Y si todo se torna gris y no encuentras motivos para cantar,
da gracias, igual. Porque lo que tú llamas “un día común”,
es el milagro que otro suplicó de rodillas
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