Por Cesáreo Silvestre Peguero
Nació un 26 de diciembre del año 1946, en el humilde paraje de Guayabo Dulce, Hato Mayor, donde la tierra aún rezuma sudor campesino. Marino Pérez llegó al mundo sin lujos ni promesas, pero
con el alma encendida de melodías tristes que aún no sabían su nombre. Desde niño conoció el peso del machete y el olor salobre de los ríos. Pescador, cortador de caña, sobreviviente del olvido. En la miseria encontró su escuela, y en el dolor, la voz con que más tarde cantaría las entrañas del pueblo. Cuando su juventud lo llevó a San Pedro de Macorís, no buscó la fama: buscó un escenario donde pudiera decir su verdad. Y lo encontró entre tabernas, bocinas callejeras y pequeños conjuntos donde su voz empezó a inquietar la rutina de los conformes. Fue con Los Cibernéticos donde despegó su andar artístico, pero fue El trago de olvidar, grabado en 1969, el tema que lo llevó a dejar de ser un desconocido con guitarra en mano, para convertirse en “El Bachatero del Pueblo”.Marino no cantaba para las élites. Cantaba para los heridos. Su bachata no era rosa ni de estudio, era ron, callejón, celda y amanecer. Sus letras hablaban con crudeza de lo que muchos callaban: borracheras interminables, traiciones sin consuelo, amores comprados, miseria sin disfraz. Fue voz de los marginados, espejo sin filtro de una sociedad que quería bailar la tristeza, pero sin mirarse al rostro.
Aclamando el licor, La espero bebiendo, De taberna en taberna, Qué sigan criticando… no eran solo títulos, eran testimonios cantados, documentos sociales de una época en que la bachata aún era despreciada por la academia, pero adorada por el corazón roto del pueblo.
Pese a su falta de formación técnica, tenía un don que no se enseña: autenticidad. Era tan de carne y hueso como sus versos, tan imperfecto como verdadero. Su estilo, muchas veces improvisado y cargado de humor crudo, terminó siendo replicado por otros, y hasta grandes orquestas de merengue adaptaron sus canciones. De hecho, fue nada menos que el maestro Wilfrido Vargas, ícono del ritmo caribeño, quien grabó varios de sus temas, dándole una proyección inédita hasta entonces. Su música fue tan contagiosa que también intérpretes como Anthony Santos, Romeo Santos, Raulín Rodríguez, Luis Vargas, Joel Vera, nuestro Marcos Caminero y el cantante urbano Vakero, retomaron su legado musical, versionando sus canciones y llevándolas a nuevas generaciones.
Marino Pérez murió pobre, con las ropas del olvido cubriéndole el cuerpo y el alma... mientras hoy, muchos intérpretes del género que él dignificó, la bachata, viven en mansiones, conducen autos de lujo y llenan estadios alrededor del mundo. Él sembró con las manos desnudas, y otros recogen el fruto bajo reflectores. No envidiamos el éxito de nadie, pero no podemos callar la injusticia del olvido.
Esto debería llevarnos a una seria reflexión: ¿por qué esperamos la muerte para valorar la autenticidad? ¿Por qué la sociedad ignora al que abre camino y solo aplaude al que llega primero con trajes caros? ¿Cuántos más como Marino están ahora mismo cantando en silencio mientras los aplausos son para quienes aprendieron a brillar sin sudar?
El 26 de julio de este año se cumplen 34 años del sepelio más concurrido en la historia de San Pedro de Macorís. Aquella tarde no fue solo un entierro: fue una peregrinación espontánea del pueblo que, entre lágrimas y canciones, despedía a uno de los suyos. Chijo Zorrilla, figura igualmente emblemática del canto de amargue, estuvo allí, acompañando con su voz dolida el adiós de su hermano musical. Juntos, habían tallado con notas rústicas y verdades crudas, una página imborrable del alma popular dominicana.
A Marino Pérez lo lloraron con la misma intensidad con que lo habían cantado: sin reservas.