por Cesáreo Silvestre Peguero
Ser coherente es una de las mayores pruebas del espíritu humano. No basta con hablar bien, ni con parecer justo; la coherencia es esa melodía silenciosa que respalda nuestras palabras con acciones, nuestros principios con firmeza, y nuestra fe con testimonio. La coherencia es la corona invisible que dignifica a quien vive en verdad, sin máscaras, sin tratos ocultos, sin traicionar su conciencia, aun cuando nadie le aplauda. Es el pudor de los íntegros, la vergüenza santa de los que temen a Dios más que al escarnio público.
Vivimos en tiempos de opiniones desechables, donde muchos venden su criterio por aplausos baratos, cambian de posición con la facilidad de una hoja llevada por el viento. Les importa más quedar bien con todos que ser fieles a sí mismos. Su palabra no tiene raíz ni peso. Se disfrazan de amables, pero han perdido el honor. Son marionetas de conveniencias, no defensores de verdades.
No se trata de aferrarse ciegamente a una idea por orgullo o terquedad. Nadie está llamado a ser necio por coherente. Somos humanos, y la luz de Dios nos da entendimiento progresivo. Es sabio aquel que cambia cuando el nuevo camino es más recto, más justo, más santo. Pero no es sabio aquel que se burla de quien exige coherencia, solo para complacer al ofensivo, al arrogante, al que no se ha arrepentido de dañar con palabras desconsideradas.
Reírle las faltas al que hiere, por el simple deseo de no incomodar, es clavar un puñal en el corazón del agraviado. Ser indulgente con el ofensor sin exigirle arrepentimiento es sembrar impunidad y cosechar irrespeto. El verdadero amor, como el de Cristo, perdona, pero también exhorta. Abre los brazos, pero señala el pecado con claridad. No consiente el insulto, no protege la soberbia.
Conciliar es hermoso, sí. Pero más hermoso aún es ver al culpable reconocer su falta, pedir perdón, y cambiar. Si el ofensor insiste en su actitud, no es el momento de callar en nombre de la paz. Es el momento de hablar con verdad, con mansedumbre, pero con firmeza. Es el momento de enrostrarle su desatino, con la esperanza de que despierte, y de que la luz le toque el alma.
Especialmente si ese ofensor se hace llamar cristiano. Porque al cristiano se le demanda más. A él se le exige fruto, no solo hojas. El que predica a Cristo debe vivir como Cristo. No basta con saber los versos; hay que encarnarlos. Romano capítulo 5, verso 6, nos recuerda que Cristo murió por los impíos, no para que sigamos siendo impíos, sino para que seamos transformados por su gracia. La coherencia del cristiano es su mayor predicación.
Hermano mío, no pierdas tu voz en la tibieza de los complacientes. No sacrifiques tu honestidad por quedar bien con todos. Sé firme, sé justo, sé fiel a lo que crees. La coherencia cuesta, pero vale. Y en esta vida breve, donde todo pasa, la honra de ser coherente permanece como una llama pura que alumbra la oscuridad. Que Dios te dé fuerza, y te guíe siempre por sendas de verdad.