Por Cesáreo Silvestre Peguero
Hay hombres que aún caminan con cadenas invisibles en las manos,
que no aman… controlan. Que no protegen… limitan. Y que confunden el amor con obediencia ciega, como si la mujer les debiera servidumbre en lugar de respeto.
Creen que ella les pertenece, como se posee un objeto, una prenda o un secreto. No toleran que conserve amistades,
que mantenga contacto con un amigo de la infancia, mientras ellos sí se otorgan licencias que niegan a su compañera.
Se creen justos, y no lo son. Se creen varones, y solo están jugando al déspota con traje de pareja.
Una mujer no es propiedad privada. Tiene nombre, historia y alma. No es esclava emocional, ni sombra muda de un hombre temeroso.
Es complemento, no posesión. Es ayuda idónea, no trofeo domesticado.
No se trata de que sea desafiante,
sino de que conserve su dignidad.
La sumisión no es humillación,
ni el amor un permiso condicionado.
Porque si ella calla por miedo y no por respeto, entonces tú no la amas… la oprimes.
Hombre, mírate. El control no es señal de fortaleza, es prueba de tu inseguridad interna.
No la amas cuando le impides respirar.
No la cuidas cuando le marcas territorio.
No eres fuerte cuando gritas, dudas, o prohíbes.
La verdadera hombría se manifiesta en el dominio propio, no en el dominio ajeno.
No te hizo Dios para ser carcelero,
te hizo para amar con justicia y templanza.
Te hizo para edificarla, no para aplastarla.
Para cuidarla como vaso más frágil, no para romperla con tus celos.
No tomes el lugar de Dios en su vida,
porque ni siquiera Dios obliga a nadie a amarle por la fuerza.
Si alguna vez pensaste que su libertad te ofende, revisa tus propias heridas.
No es ella quien debe curarte, eres tú quien debe madurar.
La mujer no es tuya. Está contigo porque te eligió, no porque te debe obediencia absoluta.
Y el día que entres en razón, comprenderás que el amor sano no encadena, sino que libera.
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