Por Cesáreo Silvestre Peguero
La armonía es un santuario íntimo, una luz serena que brota desde lo profundo del alma. No depende enteramente de los otros, aunque a veces los demás sean como brisa que acaricia su llama. Pero es nuestra la tarea de cultivarla, protegerla y sostenerla.
Si entregamos nuestra paz al capricho ajeno, corremos el riesgo de verla desvanecerse con el vaivén de la marea humana. No es sabio edificar la dicha sobre cimientos que no controlamos. Quien depende de otro para ser feliz, ha cedido su timón... y con ello, su libertad.
La armonía verdadera florece cuando el corazón se sabe dueño de sus actos, responsable de sus silencios y constructor de su serenidad. Y aunque es cierto que convivir en paz con el prójimo nutre esa armonía, no debe ser condición para poseerla, sino complemento sagrado.
Vale la pena aprender a dejar pasar, como quien deja que el río fluya sin detenerlo. Vale la pena callar a veces, perdonar siempre, y mirar con ternura al hermano, al vecino, al amigo, y aún más a la familia, donde tantas veces se libra la batalla entre el amor y el orgullo.
La armonía es una siembra que hacemos en nosotros mismos, pero cuya cosecha bendice también a los que nos rodean. En ese equilibrio sencillo, en ese dejar ir sin rendirse, en ese comprender sin exigir, comienza a nacer el sosiego que tanto anhelamos.
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