Actuar con coherencia es caminar con firmeza sobre el puente invisible que une palabra y acción. Es un acto emocional, ético y moral que nos libera de los dobleces que ensombrecen la dignidad. Ser coherente es ser íntegro, es no traicionar la brújula del alma. Esa actitud nos hace creíbles, dignos del respeto propio y ajeno, nos arraiga al compromiso y nos enseña a medir cada palabra, cada gesto, como quien cuida un fuego sagrado.
Mas, para ello, se requiere dominio de sí y un escrúpulo noble, que no se venda ni se adorne. A veces, la coherencia se agrieta, cede ante el encanto fugaz de un interés mal llamado ventaja. Otras veces, se viste de un error persistente, disfrazado de fidelidad a un rumbo equivocado. Pero aun entonces, hay redención: podemos volver atrás, reparar el desvío, reencontrar la senda del principio olvidado.
Cultivar la coherencia no es tarea de grandes discursos, sino de pequeños actos diarios que predican sin alzar la voz. Que nuestro andar hable por nosotros, y que la verdad que profesamos no necesite defensa. Porque vivir con coherencia es, en el fondo, un acto de reverencia al Dios que nos mira, y a nosotros mismos, en lo más profundo.
La palabra es semilla... Y la Biblia lo afirma con solemnidad divina: con ella se edifica o se derrumba, se domina o se libera, se enmudece la verdad o se proclama la justicia.
La palabra verbal o escrita es puente entre almas, es eco de lo invisible, es viento que puede soplar en paz… o arrasar con furia.
No es simple sonido: es espada y es bálsamo.
Con ella se puede amar... con ella también se puede herir. Pero no todo se dice con los labios: el silencio habla, los gestos gritan,
las miradas revelan, y el cuerpo escribe sin tinta. La urgencia no es solo hablar,
sino despertar. Hacer de la palabra una lámpara que alumbre, un canto que consuele, un faro que oriente en la niebla.
No permitamos que otros hablen por nosotros.
Nuestra voz es testimonio, y el mutismo es cómplice del olvido. Aprendamos a expresarnos con firmeza, con amor y sin temor.
El que calla lo que el alma grita se convierte en prisionero de su propio silencio.
Usemos la palabra para infundir esperanza, para construir puentes,
para educar en la paz, y sembrar la buena semilla de la sana edificación.
La regulación fronteriza entre nuestra nación y Haití ha sido, por décadas, una grieta abierta en la columna vertebral del Estado dominicano. Una herida mal atendida que sangra soberanía y desdibuja autoridad. A lo largo de los diferentes gobiernos, este tema ha sido tratado con guantes de terciopelo, cuando en realidad exige manos firmes y alma de acero.
El actual presidente, Luis Abinader, ha simulado interés en enfrentar esta problemática. Pero, entre líneas, su accionar revela una falta de voluntad política. Por un lado, se pliega a la presión de organismos internacionales que confunden ayuda con injerencia. Por otro, su cercanía con ciertos sectores empresariales, especialmente del turismo, lo hace mirar hacia otro lado, pues la mano de obra barata, informal y desprovista de derechos resulta más cómoda que enfrentar el deber de justicia laboral.
A esto se suma el silencio oportunista de la oposición, que también calcula con frialdad los votos de esa población haitiana que, regularizada o nacida aquí, tiene derecho a elegir en las urnas. Una realidad que es usada como moneda en la política menuda, sin visión de nación ni proyecto de futuro.
Pero la frontera no solo se deshace por negligencia política. También por el sucio negocio de quienes, con charreteras relucientes, comercian con el paso humano como si fuesen cargas de azúcar o sacos de café. Hay generales que han convertido el límite territorial en un mercado oscuro donde la patria se alquila por tandas.
Del otro lado del ruido, aparecen voces que se proclaman nacionalistas, pero que con su ceguera xenofóbica y su borrachera de odio, en lugar de construir muros de justicia, levantan trincheras de ignorancia. No aportan solución, solo más fuego.
Yo no soy prohaitiano. Tampoco antidominicano. Soy un ciudadano libre, sin venda en los ojos ni bozal en la lengua. No me arrastro tras banderas partidistas ni soy eco de fanatismos. Gracias a Dios, no soy borrego. Soy independiente, y desde esa libertad de criterio, lanzo esta reflexión con el corazón encendido de amor por mi país.
Confío en Dios. Oro porque Él nos dé luz, valor y responsabilidad. Porque el Estado dominicano entienda que no es propiedad del partido de turno, sino herencia sagrada del pueblo, custodiada bajo el ojo eterno del Altísimo.
La armonía es un santuario íntimo, una luz serena que brota desde lo profundo del alma. No depende enteramente de los otros, aunque a veces los demás sean como brisa que acaricia su llama. Pero es nuestra la tarea de cultivarla, protegerla y sostenerla.
Si entregamos nuestra paz al capricho ajeno, corremos el riesgo de verla desvanecerse con el vaivén de la marea humana. No es sabio edificar la dicha sobre cimientos que no controlamos. Quien depende de otro para ser feliz, ha cedido su timón... y con ello, su libertad.
La armonía verdadera florece cuando el corazón se sabe dueño de sus actos, responsable de sus silencios y constructor de su serenidad. Y aunque es cierto que convivir en paz con el prójimo nutre esa armonía, no debe ser condición para poseerla, sino complemento sagrado.
Vale la pena aprender a dejar pasar, como quien deja que el río fluya sin detenerlo. Vale la pena callar a veces, perdonar siempre, y mirar con ternura al hermano, al vecino, al amigo, y aún más a la familia, donde tantas veces se libra la batalla entre el amor y el orgullo.
La armonía es una siembra que hacemos en nosotros mismos, pero cuya cosecha bendice también a los que nos rodean. En ese equilibrio sencillo, en ese dejar ir sin rendirse, en ese comprender sin exigir, comienza a nacer el sosiego que tanto anhelamos.
“En este mundo traidor, nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.
Así nos dejó dicho Campoamor,
poeta de verbo sabio y agudo,
quien entendió que la mirada humanaes un filtro que distorsiona o revela.
Y sí, hay en su dicho una porción de razón, porque cada alma mira desde su abismo, desde su herida, su historia, su formación, su sombra o su luz.
Hay quien ve en la lluvia un castigo, y otro, una bendición que fecunda los campos.
Todo depende del alma que observa.
Pero no todo es relativo.
Hay verdades que no caben en discusión: el sol alumbra,
el amor edifica, la muerte alcanza, y la justicia es buena cuando no se vende.
Existen verdades inquebrantables, sagradas como el vientre de una madre,
firmes como la cruz donde murió el Salvador.
No debemos, por complacer al mundo, doblar el corazón como si fuera junco.
Decir que sí a todos para ser aceptados, es negarse a uno mismo. Y el que se niega a sí,
nunca será columna, sino hoja arrastrada por cualquier viento.
La verdad no es mercancía de feria, ni adorno de ocasión.
Es una lámpara que no se esconde bajo la mesa, es espada que separa lo justo del engaño,
es Cristo mismo, el Camino, la Verdad y la Vida (según romano capítulo 14, verso 6). Aférrate a tus convicciones, no con terquedad ciega, sino con fe razonada, con humildad ardiente, con firmeza de quien ha visto luz en el monte.
La verdad que liberta no se aprende en los libros, sino en la conciencia guiada por Dios.
No temas quedarte solo por ser verdadero, pues mejor es andar con Dios en el desierto, que perderse en la muchedumbre de los tibios.
Un equilibrio sereno entre la sobriedad del mensaje y la calidez de un alma que también sonríe. No se trata solo de lo que decimos, sino de lo que dejamos sentir en cada palabra.
Hay días tensos demasiados, quizás y en ellos, la sonrisa se convierte en refugio,
en antorcha que disipa nieblas y abre caminos hacia la esperanza. Más allá del rigor del micrófono y de la exactitud del discurso, permite que la sonrisa fluya…
sin miedo al desorden de su luz. Porque sonreír también es sanar. Beneficios de la sonrisa:
1. Mejora el estado de ánimo:
La sonrisa libera endorfinas las pequeñas obreras del gozo que embellecen los pensamientos y aligeran los días.
2. Reduce el estrés:
Al sonreír, el alma respira.
La serotonina y la dopamina bailan al compás de la paz interior.
3. Fortalece el sistema inmunológico:
Una sonrisa sincera activa las defensas del cuerpo,
como si Dios mismo colocara un escudo en tu pecho.
4. Alivia el dolor:
Las endorfinas mansas como aceite
llevan consuelo allí donde habita el quebranto.
5. Aumenta la autoestima:
Una sonrisa frente al espejo es un acto de fe.
Afirma que aún en la prueba, sigues creyendo en ti.
6. Es contagiosa:
Basta una sonrisa para sembrar armonía.
Es un lenguaje sin acento que une corazones.
7. Puede ayudar a vivir más tiempo:
Quien sonríe más, vive mejor.
Y quizás... vive más.
Porque el gozo también prolonga los días.
No es frivolidad ni descuido es un acto de resistencia.
Hay heridas que no sangran, pero se alojan en lo hondo del alma…
Hay quienes eligen no olvidar, aferrándose al recuerdo de una afrenta como si en ello hallaran victoria, cuando en realidad, solo muestran la pobreza de un carácter que aún no ha aprendido a perdonar.
Actuar desde el resentimiento no es señal de fuerza, sino de ceguera del alma.
Es la inmadurez disfrazada de firmeza, el eco de un corazón que no ha sido sanado.
No bastan los años vividos ni los títulos alcanzados si no hemos aprendido a liberarnos del peso inútil de lo que nos hirió.
Hay quienes, pese a su edad, son sobrepasados por la sabiduría de los niños, que olvidan con facilidad, ríen con el alma y extienden la mano sin calcular.
El resentimiento es una prisión sin barrotes. Allí se encierra el que prefiere revivir el pasado antes que sanar en el presente.
Y en esa celda, el alma se marchita…
la paz se aleja…
y el corazón se endurece.
Debemos recordar las palabras del Señor Jesús:
"El más grande entre ustedes será vuestro siervo" (Mateo capítulo 20, verso 26),
y también: "Si no os volvéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mateo capítulo 18, verso 3).
El alma humilde, como la de un niño, no guarda amargura.
Se inclina ante Dios y se eleva en libertad.
Hoy es buen momento para soltar lo que duele.
Para perdonar sin que nos lo pidan.
Para elegir el gozo que viene del cielo y no el veneno del rencor.
Porque al final, el resentimiento no daña al otro… nos destruye a nosotros.
Este domingo 25 de mayo, la República Dominicana se detiene con respeto para honrar a la figura más noble y esencial de nuestra existencia: la madre. Es un día consagrado al recuerdo de su ternura, su entrega silenciosa, su amor sin condiciones y su fortaleza constante.
Para quienes aún la tienen cerca, es momento de abrazos sinceros, palabras cargadas de gratitud y gestos que reconfortan el alma. Para quienes ya no contamos con su presencia física, es tiempo de reflexión profunda, de evocaciones que brotan del corazón como flores vivas, y de gratitud por todo lo que nos fue dado a través de su existencia.
Han pasado ya 3 años desde que nuestra amada madre, doña Petronia Peguero, partió de entre nosotros. Nueve hijos fuimos marcados por su amor inagotable, su ejemplo incansable y su sabiduría sencilla, tejida con hilos de sacrificio, fe y verdad. Su ausencia pesa, pero el sostén de Dios y la firmeza de sus enseñanzas nos mantienen de pie.
No existe palabra ni expresión que logre abarcar el vacío de su partida. Su vida fue una escuela de valores vividos, un hogar encarnado en su voz, en sus manos y en sus decisiones. Su legado nos exige vivir con integridad, caminar con respeto y actuar con honor, como un reflejo de lo que ella nos enseñó sin necesidad de discursos.
Afectuosamente llamada La Pavita en el sector Barrio Lindo de San Pedro de Macorís, fue una mujer de trabajo constante, de carácter firme, de corazón generoso. Desde el año 1972, hasta el 10 de febrero del 2022, sembró amor, forjó vínculos y dejó huellas en quienes la conocieron. Su verdadera herencia no se cuenta en objetos ni en cifras, sino en los valores que nos sembró y en la unidad que con tanto esmero cultivó entre nosotros.
Junto a nuestro ejemplar padre, Eliseo Silvestre Mota, conocido como Billo Kilo, construyó un hogar cimentado en el respeto, la dignidad y el esfuerzo. Esa unión, esa complicidad entre ellos, fue el pilar que hoy nos sostiene como familia. Sus vidas nos dejaron un testimonio vivo de que lo material se desvanece, pero el ejemplo permanece.
Hoy, más que recordarla, deseamos honrarla con nuestra manera de vivir, con nuestra conducta, con la forma en que nos tratamos los unos a los otros. Ser hijos dignos de su nombre y de su historia. Que su memoria no se quede en la nostalgia, sino que sea una brújula que nos oriente hacia lo correcto, hacia lo bueno y hacia lo eterno.
Que Dios nos conceda sabiduría, templanza y humildad para caminar conforme al legado que nuestros padres nos dejaron. Y que al recordarlos, no solo sintamos pena por su ausencia, sino compromiso de vivir con propósito, con fe, y con amor verdadero.
Desde el año 2012, la voz y la visión de Cesáreo Silvestre han tejido en imágenes y palabras el alma de San Pedro de Macorís. A través del lenguaje íntimo del documental, se nos devuelve la vida de aquellos personajes que, entre sombras y nostalgias, aún susurran a la historia colectiva de este pueblo.
Sus obras no son meras narraciones… son ecos vivos de una memoria que se resiste al olvido. Son ventanas abiertas al ayer, donde cada rostro, cada voz, cada paso reconstruye la identidad de un pueblo que merece recordarse a sí mismo.
Con sensibilidad y compromiso, Cesáreo ha plasmado crónicas que despiertan la conciencia dormida:
— Las notas dolidas de Marino Pérez y la lírica popular de Ramón Torres,
— Las voces silenciadas de Leo Martínez y Luis Manuel Medina, convertidas en eternas,
— La lucha obrera de José Blanche, cuya palabra aún reclama justicia,
— El espíritu sereno de Fray Máximo Rodríguez, sembrando fe en el corazón del tiempo,
— La vida ejemplar en la historia callada de Ramón Santana,
— El destino de un joven evangélico, símbolo de fe entre pruebas,
— Las heridas sociales de un drama silencioso: el aborto adolescente,
— La historia dulce y amarga de nuestra industria azucarera,
— El legado tierno y firme de Sonia Iris Reyes, sembradora de humanidad,
Y la vocación ardiente de servicio en el Coronel de Bomberos Víctor Avelino.
Cada uno de estos títulos es más que un registro: es una ofrenda, un faro encendido para quienes vendrán después, un acto de justicia frente al olvido.
Desde 1993, la pluma y la cámara de Cesáreo han sido instrumentos de verdad. Y desde el 2012, hace ya 13 años, sus documentales y libros siguen sembrando conciencia, construyendo puentes entre el pasado y el presente, y rescatando del polvo los nombres que merecen ser eternos.
Porque un pueblo que olvida su historia, se condena a repetir su desmemoria. Pero un pueblo que la revive con dignidad, se eleva…
Y gracias a este noble trabajo, San Pedro de Macorís sigue elevándose.
Perfil biográfico Audiovisual Visual del periodista y escritor Cesáreo Silvestre Peguero:
(1) Causas y consecuencias del Aborto en las Adolescentes:
(2). Legado de Sonia Iris Reyes:
(3). Vida e historia del sindicalista José Blanche:
(4). Historia del Municipio Ramón Santana:
(5). Historia de Industria azucarera en RD:
(6). Consideran trabajos documentales:
(7). Relato narrativa muerte de Locutores LEO MARTÍNEZ y LUIS MANUEL MEDINA:
(8). El Destino de un joven Evangelista:
(9). Personaje de San Pedro de Macorís:
(10). Vida e historia del Párroco FRAY MÁXIMO RODRÍGUEZ:
(11). La de una mujer ejemplar:
(12). El legado familiar:
(13). Vida e historia cantante Ramón Torres:
(14). La historia completa del cantante de bachata Marinito Pérez:
(15). Recordado a un pionero de la música popular:
Vocación de servicio en el coronel de Bomberos Víctor Avelino Uribe.
Muchas veces, la grandeza de los medios alternativos de provincia no es reconocida en su justa dimensión. A la sombra de la gran prensa nacional, estos medios valientes y persistentes se convierten en faros que iluminan las realidades sociales de sus comunidades, desnudando verdades que, de otro modo, quedarían sepultadas en el olvido.
Ayer fueron periódicos modestos, boletines impresos, revistas artesanales... Hoy se han transfigurado en plataformas digitales sin fronteras, alojadas en páginas virtuales, blogs, y redes sociales que han roto los cercos del monopolio informativo. La noticia ya no tiene dueños. El eco de lo local resuena ahora en lo nacional e incluso en lo internacional. La virtualidad ha liberado la palabra.
Ya no es solo el papel, ni la emisora enclavada en una calle cualquiera de un pueblo. Ahora, la radio local también trasciende sus límites; la televisión que antes era solo para el barrio hoy es ventana al mundo. Las redes sociales, sin pedir permiso, han democratizado la libertad de expresión. Han tendido puentes donde antes había muros.
Pero esta libertad, como toda conquista, requiere madurez y altura ética. No todo lo que se puede decir debe decirse. En ocasiones, el abuso ensombrece la virtud. El sensacionalismo y la mentira, disfrazados de noticia, ponen en riesgo la credibilidad que tanto cuesta ganar.
Aun así, tenemos una herramienta poderosa: la palabra libre. Y con ella, una responsabilidad: hacer el mejor de los usos de este espacio ilimitado que Dios ha permitido que tengamos, sin las arbitrariedades de censuras impuestas ni los silencios obligados por los poderosos.
Hoy más que nunca, los que hacemos prensa alternativa debemos unir nuestras voces. No para competir, no para figurar, no para levantar altares a nuestro ego, sino para forjar una prensa digna, veraz, comunitaria, que sea escudo y espada del pueblo. Unamos fuerzas para impulsar el desarrollo de nuestra provincia, de nuestra región, de nuestra nación.
Porque cuando la verdad es colectiva, su impacto es eterno.
La tolerancia es una de las manifestaciones más elevadas del alma humana. A través de ella, revelamos el grado de madurez que hemos cultivado en silencio, como quien riega un jardín interior. No es debilidad, sino fortaleza pulida por el tiempo y la experiencia.
En determinados momentos, debemos abrazar con más fuerza la práctica de la empatía. Ponernos en los zapatos ajenos no es solo un acto de bondad, es también un acto de sabiduría. Cultivar el autodominio es aprender a no reaccionar con violencia cuando el pensamiento del otro difiere del nuestro.
No siempre debemos estar de acuerdo. De hecho, el desacuerdo puede ser un crisol donde se forjan mejores ideas. Podemos sostener nuestras convicciones sin herir las del otro, con firmeza en el contenido, pero suavidad en el trato. Porque cuando el respeto se quiebra, el diálogo deja de ser puente y se vuelve abismo.
Si muchos entendieran que disentir es un derecho noble, y que hacerlo con altura es una virtud, entonces veríamos menos gritos y más argumentos, menos ataques y más ideas. Discrepar no es dividir, es enriquecer el pensamiento, siempre que se haga sin bajeza, sin mezquindad ni altanería.
En toda discusión elevada hay una semilla de aprendizaje. Pero solo germina en quienes no permiten que la mediocridad ahogue la dignidad del intercambio.
Aprendamos a escuchar sin juzgar, a responder sin herir, a comprender sin ceder lo esencial. Que nuestro verbo sea firme, pero no hiriente; claro, pero no soberbio. Porque la verdadera grandeza no está en imponer, sino en dialogar con nobleza y altura.
Ser coherente es una de las mayores pruebas del espíritu humano. No basta con hablar bien, ni con parecer justo; la coherencia es esa melodía silenciosa que respalda nuestras palabras con acciones, nuestros principios con firmeza, y nuestra fe con testimonio. La coherencia es la corona invisible que dignifica a quien vive en verdad, sin máscaras, sin tratos ocultos, sin traicionar su conciencia, aun cuando nadie le aplauda. Es el pudor de los íntegros, la vergüenza santa de los que temen a Dios más que al escarnio público.
Vivimos en tiempos de opiniones desechables, donde muchos venden su criterio por aplausos baratos, cambian de posición con la facilidad de una hoja llevada por el viento. Les importa más quedar bien con todos que ser fieles a sí mismos. Su palabra no tiene raíz ni peso. Se disfrazan de amables, pero han perdido el honor. Son marionetas de conveniencias, no defensores de verdades.
No se trata de aferrarse ciegamente a una idea por orgullo o terquedad. Nadie está llamado a ser necio por coherente. Somos humanos, y la luz de Dios nos da entendimiento progresivo. Es sabio aquel que cambia cuando el nuevo camino es más recto, más justo, más santo. Pero no es sabio aquel que se burla de quien exige coherencia, solo para complacer al ofensivo, al arrogante, al que no se ha arrepentido de dañar con palabras desconsideradas.
Reírle las faltas al que hiere, por el simple deseo de no incomodar, es clavar un puñal en el corazón del agraviado. Ser indulgente con el ofensor sin exigirle arrepentimiento es sembrar impunidad y cosechar irrespeto. El verdadero amor, como el de Cristo, perdona, pero también exhorta. Abre los brazos, pero señala el pecado con claridad. No consiente el insulto, no protege la soberbia.
Conciliar es hermoso, sí. Pero más hermoso aún es ver al culpable reconocer su falta, pedir perdón, y cambiar. Si el ofensor insiste en su actitud, no es el momento de callar en nombre de la paz. Es el momento de hablar con verdad, con mansedumbre, pero con firmeza. Es el momento de enrostrarle su desatino, con la esperanza de que despierte, y de que la luz le toque el alma.
Especialmente si ese ofensor se hace llamar cristiano. Porque al cristiano se le demanda más. A él se le exige fruto, no solo hojas. El que predica a Cristo debe vivir como Cristo. No basta con saber los versos; hay que encarnarlos. Romano capítulo 5, verso 6, nos recuerda que Cristo murió por los impíos, no para que sigamos siendo impíos, sino para que seamos transformados por su gracia. La coherencia del cristiano es su mayor predicación.
Hermano mío, no pierdas tu voz en la tibieza de los complacientes. No sacrifiques tu honestidad por quedar bien con todos. Sé firme, sé justo, sé fiel a lo que crees. La coherencia cuesta, pero vale. Y en esta vida breve, donde todo pasa, la honra de ser coherente permanece como una llama pura que alumbra la oscuridad. Que Dios te dé fuerza, y te guíe siempre por sendas de verdad.
Hay almas que aún no han despertado del letargo de la vanidad, y se irritan ante el más leve roce de una corrección. Para ellas, el señalarles una falta es una afrenta; como si la verdad, al rozarlas, las despojara de su orgullo artificial.
Y sin embargo, corregir no es herir… sino advertir.
Es advertir que se ha torcido el paso, que el juicio necesita afinarse, que el alma aún tiene espacio para crecer.
Pocos saben recibir la crítica como un acto de ternura intelectual, como una caricia que pule el carácter. Muchos la sienten como afrenta, cuando en verdad es una oportunidad para redimirse del error, y emerger más sabios, más humildes… más humanos.
La inmadurez se evidencia en quien desprecia el juicio ajeno, y se embriaga con la alabanza fácil. Porque la adulación, aunque dulce al oído, adormece el discernimiento y enturbia el alma. La crítica, en cambio, aunque duela, ilumina.
Como bisturí del alma, hiere para sanar, abre para cerrar mejor.
Isaiah Berlin, con sabiduría de siglos, advertía que hay más salud en la crítica rigurosa que en el aplauso constante. Porque el halago permanente cierra los ojos del entendimiento y empobrece el espíritu. Solo quien es confrontado, puede crecer. Solo quien se atreve a escuchar lo que no halaga, puede romper las cadenas del conformismo.
La crítica, cuando es justa, nace del amor.
Del amor al otro, del amor a la verdad, del deseo de que todos avancemos por caminos más rectos.
Es lluvia fina que molesta al principio… pero riega la semilla del entendimiento.
Como dijo Simón Guerrero con pluma certera:
“La crítica, como la lluvia, paga sus gastos.”
Pero cuidado: no toda crítica es noble. Hay quien disfraza su resentimiento de juicio, y su envidia de observación. La crítica verdadera no busca hundir, sino levantar. No se alimenta del escarnio, sino de la razón. No busca aplausos, sino frutos.
Debe ser sabia, justa, fundamentada. No se trata de decir por decir, sino de pensar antes de hablar, y amar antes de corregir.
La crítica habita en todos los escenarios del espíritu humano: el arte, la ciencia, el teatro, el deporte, la literatura, la política, los medios de comunicación. Cada una tiene su peso, su lenguaje, su intención. Pero todas si son auténticas buscan lo mismo: edificar.
Quiera Dios que estas palabras calen en quienes rechazan toda crítica como enemiga. Que entiendan que, bien encauzada, la crítica no es un ataque… sino un acto de respeto.
Rechazarla por orgullo no es valentía, sino miopía del alma.
Porque quien acepta la crítica con humildad, camina hacia la sabiduría.
En tiempos de plomo, cuando la historia parecía escrita con sangre, Abraham Lincoln no sólo cargaba sobre sus hombros el peso de una nación desgarrada, sino también la responsabilidad moral de mantenerla unida. Y lo hacía no sólo con discursos memorables y decisiones trascendentales, sino con algo que muchos subestiman: una carcajada sonora y liberadora.
Sí, el decimosexto presidente de los Estados Unidos, conocido por su seriedad y firmeza, era también un contador de historias chispeantes, un amante del humor rural y, sobre todo, un hombre que sabía reír. Y no de forma tibia o contenida. Su risa era plena, sacudía su cuerpo entero, brotaba desde lo hondo del pecho y alcanzaba el alma de quienes lo rodeaban. La usaba como un escudo espiritual frente a la tragedia, como bálsamo frente a la angustia.
En más de una ocasión, miembros de su gabinete lo miraban con desconcierto cuando soltaba una broma justo antes de tomar una decisión militar o al recibir noticias sombrías del frente de batalla. Uno de sus colaboradores más cercanos le recriminó que, en medio de tanta muerte, recurriera al humor. Lincoln, con ese temple que sólo tienen los que han conocido el dolor de cerca, respondió:
> “Si no pudiera reír, morir.
Esa frase no es una simple ocurrencia. Resume la filosofía de un hombre que había aprendido que la risa no niega la gravedad del momento, sino que le da al corazón un respiro para poder seguir adelante. No era frívolo, era humano. Profundamente humano.
Se cuenta que en una ocasión, cabalgando por un sendero embarrado, su caballo resbaló y ambos terminaron en el suelo. Lejos de irritarse, Lincoln soltó una carcajada que contagió a todos los presentes. Con barro en el rostro y las botas empapadas, dijo algo como: “Pues bien, señor, ahora sí estamos verdaderamente igualados con la tierra.” Esa risa desarmó la tensión, alivió el momento y, quizás, salvó el día.
Los que han cargado pesares saben que hay días en los que una carcajada no es sólo un acto fisiológico, sino una afirmación de vida. En Lincoln, la risa era liderazgo, cercanía, humildad y fe en medio del caos. Era, de algún modo, un acto de resistencia emocional.
Hoy, cuando muchos líderes se escudan en rostros fríos y gestos acartonados, conviene recordar a ese hombre alto, de voz grave y mirada profunda, que gobernaba con palabras firmes, pero también con cuentos populares y carcajadas abiertas. Porque entendía que la humanidad no se gobierna solo con leyes, sino también con compasión, empatía… y algo de buen humor.
La risa de Lincoln no era evasiva. Era su forma de seguir siendo humano… sin perder el alma en el intento.
“El corazón alegre hermosea el rostro; mas por el dolor del corazón el espíritu se abate.”
Hay hombres que aún caminan con cadenas invisibles en las manos,
que no aman… controlan. Que no protegen… limitan. Y que confunden el amor con obediencia ciega, como si la mujer les debiera servidumbre en lugar de respeto.
Creen que ella les pertenece, como se posee un objeto, una prenda o un secreto. No toleran que conserve amistades,
que mantenga contacto con un amigo de la infancia, mientras ellos sí se otorgan licencias que niegan a su compañera.
Se creen justos, y no lo son. Se creen varones, y solo están jugando al déspota con traje de pareja.
Una mujer no es propiedad privada. Tiene nombre, historia y alma. No es esclava emocional, ni sombra muda de un hombre temeroso.
Es complemento, no posesión. Es ayuda idónea, no trofeo domesticado.
No se trata de que sea desafiante,
sino de que conserve su dignidad.
La sumisión no es humillación,
ni el amor un permiso condicionado.
Porque si ella calla por miedo y no por respeto, entonces tú no la amas… la oprimes.
Hombre, mírate. El control no es señal de fortaleza, es prueba de tu inseguridad interna.
No la amas cuando le impides respirar.
No la cuidas cuando le marcas territorio.
No eres fuerte cuando gritas, dudas, o prohíbes.
La verdadera hombría se manifiesta en el dominio propio, no en el dominio ajeno.
No te hizo Dios para ser carcelero,
te hizo para amar con justicia y templanza.
Te hizo para edificarla, no para aplastarla.
Para cuidarla como vaso más frágil, no para romperla con tus celos.
No tomes el lugar de Dios en su vida,
porque ni siquiera Dios obliga a nadie a amarle por la fuerza.
Si alguna vez pensaste que su libertad te ofende, revisa tus propias heridas.
No es ella quien debe curarte, eres tú quien debe madurar.
La mujer no es tuya. Está contigo porque te eligió, no porque te debe obediencia absoluta.
Y el día que entres en razón, comprenderás que el amor sano no encadena, sino que libera.
En los corredores de la patria, donde las palmas se mecen al compás del trópico, camina la mujer dominicana con la frente alta… pero con el alma a menudo doblada. Lleva tacones de independencia, pero arrastra cadenas invisibles. Aunque trabaje, estudie, emprenda y conquiste espacios, muchas veces su identidad sigue colgada en el perchero del hombre que ama, como si fuera espejo de otro y no luz propia.
El problema no es su capacidad, sino el espejismo que nubla su valor. A falta de una autoestima robusta, muchas construyen castillos sobre la arena movediza de la validación ajena. Se miran con los ojos del que las acepta, no con la certeza de quienes son. Y así, aun siendo profesionales o madres admirables, su voz interior apenas murmura lo que debiera gritar con dignidad: “yo soy suficiente”.
La raíz es más profunda que la costumbre. Desde niñas, se les enseñó a complacer, no a descubrirse. A servir, no a liderar. A “conseguir marido”, no a amarse sin condiciones. Por eso muchas adultas sienten que el hombre es su eje… y sin él, se desorientan. No por falta de amor, sino por ausencia de sí mismas. Hay una sed de aprobación que ni el más dulce amor humano puede saciar.
Lo trágico no es depender emocionalmente, sino hacerlo con los ojos vendados. Algunas soportan engaños, desprecios, gritos y cadenas emocionales, creyendo que sin ese hombre su mundo se desmorona. Y aunque sus bolsillos estén llenos, su alma se siente vacía, porque no han aprendido a sentarse a la mesa de la vida sin necesitar el permiso de nadie para servirse respeto.
La verdadera liberación no está en gritar autonomía ni en rebelarse sin dirección. Está en reconocerse valiosa aunque nadie lo diga. En sanar heridas con el bálsamo del amor propio. En entender que su identidad no la define un apellido ajeno, sino el propósito eterno con que Dios la tejió en el vientre. Como dice el romano capítulo 8, verso 16: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”. ¡Y si hijas del Altísimo, qué dignidad más alta necesitan!
Mujer dominicana, no basta con vestir seguridad si en tu interior dudas de tu valor. No permitas que la necesidad de compañía te robe la dignidad del alma. Amar no es desaparecer en el otro, sino caminar al lado sabiendo que tú también eres camino. Descúbrete, conócete, elévate. No para competir, sino para cumplir tu llamado. La sociedad necesita tu esencia, no tu sumisión.
Y a ti, que crías hijas, no les enseñes solo a cocinar, estudiar o comportarse. Enséñales a amarse, a pensarse, a saberse únicas. Enséñales a mirar al cielo con gratitud y al espejo con respeto. Porque la mujer que se valora no mendiga amor… comparte lo que ya lleva dentro. Y esa mujer, cuando ama, no depende: edifica.
La cortesía no es apenas un adorno del alma: es una flor que brota del corazón noble, un gesto que no se compra ni se finge. Quien es cortés no simplemente cumple con normas sociales, sino que ofrece un espejo de su interior: limpio, sereno, dispuesto a sembrar paz. En un mundo que a menudo se viste de prisa y de aspereza, ser cortés es como ofrecer sombra al caminante, agua al sediento o silencio al alma cansada.
Ser cortés no es debilidad; es dominio. Es tener fuerza para ceder el paso, sabiduría para no alzar la voz, virtud para escuchar. La cortesía no reclama protagonismo, pero siempre deja huella. Se recuerda un saludo amable, una palabra a tiempo, una mirada sin juicio, un “gracias” que no pide nada más. Es el idioma del alma educada, esa que aún sabe distinguir entre lo urgente y lo importante.
En cada acto cortés hay un soplo de gracia. Como la brisa que no se ve pero refresca, así es la cortesía: invisible muchas veces, pero determinante. Con ella se abren puertas, se suavizan tensiones, se elevan los encuentros humanos a un plano más alto. No necesita escenarios ni luces; basta un corazón dispuesto. Y quien la practica, sin buscarlo, se convierte en faro.
En la familia, la cortesía sostiene los puentes del cariño cotidiano. Un “por favor” al hijo, un “permiso” al cónyuge, un “disculpa” al padre, son ladrillos de convivencia que edifican respeto. Sin cortesía, la casa se convierte en campo de órdenes; con ella, en templo de afecto. Y cuando se practica desde la niñez, florece luego en todas las relaciones humanas.
También en lo público, la cortesía es luz. En el mercado, en la escuela, en la calle, en el templo, en la oficina. Una sociedad cortés se reconoce por su armonía silenciosa. El chofer que cede el paso, el joven que saluda al anciano, el funcionario que escucha con paciencia. No hay decreto que imponga la cortesía, porque brota del alma convencida de que cada prójimo merece dignidad.
Pero no olvidemos que la fuente verdadera de la cortesía está en Dios. El que ha sido alcanzado por Su gracia no puede tratar al otro con desdén. Como dice Romano capítulo 12, verso 10: “Amaos los unos a los otros con amor fraternal; en cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros”. Esa es la raíz: el respeto nace del amor, y la cortesía es su primera flor.
Hoy, más que nunca, necesitamos rescatar la cortesía como un acto de rebeldía noble. En medio del ruido, del orgullo y del ego, seamos corteses como Jesús lo fue: manso, atento, firme pero dulce. Que nuestras palabras lleven paz, nuestros gestos consuelen, y nuestra presencia no hiera. Porque el alma que es cortés honra a su Creador, honra a su prójimo… y se honra a sí misma.